jueves, 2 de mayo de 2013

EL PONCHO ROJO (relato corto)


Amaneció ligeramente nublado.
Ella decidió visitar a su madre, ella, María, que tras una mañana algo ajetreada quiso tomarse un respiro.
Mientras caminaba, un detalle motivó su atención, el cual hizo que se detuviera ante un escaparate de una tienda interrumpiendo su marcha.
El detalle en cuestión era un pequeño cojín de ganchillo blanco, ribeteado con puntilla.
Permaneció absorta ante el escaparate durante unos largos minutos, y como un flash, emergieron a su memoria entrañables momentos que la hicieron sonreír para sus adentros. Momentos de su niñez y adolescencia, apenas lejanos en el tiempo.
Reanudó su camino sin dejar de evocar aquellos instantes de su vida, entrañables e inherentes a su ser, como del mismo aire que respiraba. Aquel cojín de ganchillo despertó en ella un sentimiento de nostalgia.
     Llamó al timbre de la puerta, pero en casa de su madre no había nadie. Sacó la llave, de la que tenía una copia. Esperaría a que su madre regresara a casa.
Tras unos instantes asomada al balcón, entró en el salón, instantáneamente su mirada se posó en una mecedora antigua, la mecedora de su abuela, la cual encerraba mucha historia.
Y ella se sentó en la mecedora, en la que tantas veces se balanceó siendo una niña. Se abstrajo de todo lo que la rodeaba y se sumergió en sus más preciados recuerdos...
     <<Cuántas sobremesas en la salita de estar junto a su abuela que siempre se sentaba en su mecedora, haciendo ganchillo mientras charlaba con su nieta María, que a regañadientes y bastidor en mano, bordaba el pañito que su abuela le había dibujado para enlazar las puntadas del bordado. Ella, que tenía quince años entonces, a ratos interrumpía el bordado, escuchaba embobada a su abuela, que entrañable, le descubría a su nieta a través de sus palabras, la historia de su juventud, de su vida. Y así tarde tras tarde, entre vainica, ganchillo y bordado... 
Y uno de aquellos días, ella, María, se emberrenchino. No consintió ponerse un poncho de lana que su abuela le había hecho a ganchillo, un poncho rojo, largo hasta el muslo, y precioso. La abuela la comprendía, sabía que su nieta era noble, pero con carácter y rebelde en su edad. La comprendía porque su nieta tenía mucho de ella cuando fue joven. Así que esperó con paciencia a que a la chiquilla se le pasara la rabieta.
Tras dos días de beligerar con su abuela, consintió, y al final le encantó. Pero cuando ella realmente disfrutaba era cuando su abuela le pedía que la ayudara a hacer los roscos y buñuelos de Navidad, y con el delantal y las manos enfrascadas dando forma a la masa, tiznada de harina hasta las cejas, no paraba de reír viendo a su abuela a carcajada limpia por mor de las pintas de su nieta.
Y tras el reposo de la masa llegaba el gran momento que María ansiaba: hartarse de buñuelos y roscos que tan deliciosos le salían a la abuela.
Entrañable e inolvidable... 
    Cuántas risas, cuántas charlas, cuántas carreras en el patio hasta el interior de la casa intentando zafarse de la obligación de fregar los platos tras el almuerzo... Cuántos tirones de la manga del jersey cuando María, junto a su prima, otra nieta más, sentadas junto a su abuela en un banco de la Iglesia para escuchar la misa de la mañana del domingo, era reprendida por su abuela porque a María le entraba la risa tonta y no podía parar de reír. Y por lo bajini se tapaba la boca intentando disimular y aguantar la risa, pero el colmo era que su prima, contagiada de esa risa tonta, reía con una risa algo escandalosa. La abuela, negra por la situación se levantó del banco enganchando a María y a su otra nieta por la oreja a cada una. Tuvieron que esperar a la abuela en el portal de la Iglesia hasta que acabara la misa.
Menuda reprimenda estaba por caer...
     Cómo disfrutaba María en el patio de la gran casa de su abuela, rebosante de plantas, y que ya desde entonces sería una de sus grandes aficiones. Su abuela le transmitió ese amor por las plantas, como también desde más pequeña, María sintió curiosidad cada vez que veía a su abuela frente al espejo empolvándose y retocándose la cara.
Su abuela disfrutaba viendo a su nieta desde muy pequeña coqueteando con los tacones y las ropas que cogía del armario de su madre, y a María, ya adolescente, le encantaba hurgar en las pinturas de ojos y barras de labios de la abuela experimentando frente al espejo. Y la abuela que la pillaba infraganti y no podía disimular la risa de satisfacción frente a su nieta, a pesar de la reprimenda.
     El almuerzo a veces se convertía en el momentazo del día, cuando se comía migas. Nietas y nietos casi adolescentes, ocupando la gran mesa solo para ellos, se convertía en una batalla campal. Se comía las migas, pero el almuerzo acababa con las migas volando por encima de las cabezas con las cucharas en ristre a modo de tirachinas y con carcajadas cargantes... Hasta que el bofetón o la alpargata hacían acto de presencia de la mano de la abuela enfilando el pasillo que venía de la cocina, y todos a correr como alma que lleva el diablo.
Tras lo cual se imponía el castigo entre comillas: en casa, sin tele, y a ayudar a limpiar el patio a fondo toda la tarde hasta que se hiciera de noche. Muy larga era la tarde, ya que en verano a las diez de la noche, aún es de día.
María, su nieta, sabía que no todo era cuestión de rebeldía. Asumía la situación cuando era necesario, sin rechistar. Aunque deseara hacer lo que le viniera en gana, aceptaba las consecuencias, en el caso de que ella hubiera sido partícipe>>. 
     María, también asumiría en su momento y tras muchos años después, siendo ya una mujer, la pérdida de su abuela, una gran pérdida.
Pero esa es otra historia.
     Sí, abuela, he contado parte de nuestra historia. Pequeñas anécdotas como si fuera un narrador, pero soy yo, tu nieta. Podría escribir un libro con todo lo que viví a tu lado, lo que me enseñaste. Fueron tantos momentos... Miles y miles de momentos, una vida entera.
Ya no estás en este mundo, pero sigues conmigo. Siempre.
   
     Ella se sobresaltó al sentir una mano en su hombro. Tan absorta se hallaba en sus recuerdos que, no escuchó la puerta al abrirse cuando llegó su madre.
Miró su reloj y se percató de que habían transcurrido cuarenta y cinco minutos desde que se decidiera a esperarla sentada en el salón.
Se incorporó, y antes de abandonar el salón se giró y contempló la mecedora con cariño. De alguna manera ella sentía la presencia de su abuela en esa mecedora, la que tantas veces fue testigo de sus charlas y risas, reprimendas y llantos...
Se sonrió y se cogió del brazo de su madre rumbo hacia la cocina, tenía hambre.
Se sentía feliz, y todo motivado por un pequeño cojín de ganchillo que la transportó a unos momentos ya vividos, pero jamás olvidados y, guardados en su memoria.

                                                MARISA INFANTE JIMENEZ